Perfectas desconocidas

16.12.2021

Cada día que acudía a recoger a mi hija al colegio, mis ojos se deslizaban fugazmente sobre sus rostros, con desapego intencionado, con fingida indiferencia.

Con el desdén derivado de los días en que nefastas experiencias con otros miembros de la especie humana dejaron mella en mi inocente cordialidad. Aquellas, ya fueran recuerdos recientes o simples rescoldos mal extinguidos, reanimaban una pequeña llama de desidia donde, por hechos pasados, ardió una hoguera de odio.

A veces, en una de esas zancadas apresuradas hacia la puerta de entrega de alumnos, en las escasas milésimas de segundo en que mi retina captaba imágenes que el recelo convertía en información negativa, me surgían pensamientos emponzoñados, a través de una suerte de eco espontáneo: «Ésta me mira con cara de perro»; «ésta, vaya pinta de engreída, de importarle un carajo la vida de los demás»; «y a mí, ¿qué me importan las suyas?».

Un día sucedió lo que el lector espera tras el preámbulo que describe las circunstancias previas de tal manera que uno es llevado a intuir que la narración dará un giro inesperado.

Sí, así fue: dicho quiebro tuvo lugar cuando a los padres y madres del colegio se nos impuso una situación injusta. Diría excesiva, intolerable... Pero es que la injusticia lo es por naturaleza.

La capacidad que tenía el estómago de nuestra paciencia para tragar abusos indolentemente, llegó a su límite. Esta vez la dimensión del atropello ya no era digerible.

Y ocurrió:

Cada uno en su burbuja se indignó. Y se indignó tanto, que la burbuja explotó. Y cada individuo empezó a compartir su indignación con el de al lado. Y el muro individualista se derrumbó en pro de la alianza contra un enemigo común: una afrenta que nos unía como víctimas. Que nos alzó como un todo contra algo intangible, pero no invencible, nos dijimos.

Creía conocer a Nuria: su vida ha sido de lucha y más lucha. Creo que no conozco a nadie que se mantenga tan firmemente en pie como ella, como una campeona del boxeo, en este condenado cuadrilátero que es la vida para la mayoría, donde a unos les toca recibir más golpes que a otros.

En su caso, la fortaleza reflejada en sus ojos: la de la persona acostumbrada a no contar con tantas reglas a su favor como las demás; la de quien se ha habituado a sufrir un trato déspota, en un empeño del sistema por abatirla; esa fortaleza, como decía, me hacía imaginar y atribuirle, en mi error, una hipotética postura de resentimiento y egoismo: «He aprendido a mirar por mí y mis hijas, a cuidarme sola y dar la espalda al mundo como él me la da a mí. Y así viviré: de espaldas al mundo». Lo que se dice comúnmente, pasar del resto de la gente.

Eso me figuré yo. Ésa es la película que me monté sobre la postura de Nuria. Me equivoqué de medio a medio. Porque precisamente fue ella quien encendió la chispa, y nos deslumbró con el arrojo de una antorcha cargada de determinación:

-¡Vamos a recoger firmas!

Por primera vez, la vi girándose para convocar con la mirada, antes huidiza, las de todos los presentes a su alrededor, que la observamos aturullados, con los ojos como platos.

Gema es empresaria; esta palabra se queda muy corta en su caso. Por esas cábalas extrañas de mi cabeza, cargada aún de tantos estereotipos -sobre los que, prometo, pesa mi firme propósito de desechar creencias y tópicos de todo tipo-, la suponía a favor de la injusticia contra la que íbamos a luchar; poco dispuesta a un acto de rebeldía, de disconformidad. Me parecía que su espíritu de sacrificio era el del esclavo ejemplar que exigía la misma actitud al resto. Otra equivocación descomunal por mi parte.

Presuposiciones absurdas basadas en mi asignación ideológica a los empresarios en general, fundamentadas en noticias y tópicos que nos contaminan de prejuicios y les rondan como buitres a la hora de definirlos.

El caso es que Gema fue la siguiente voz:

-¡Yo haré las fotocopias que hagan falta!

Y Nuria se dirigió a mí:

-¡Tú, escribe algo y lo firmamos! ¡Que tú eres la que escribe!

Por la madre de todos los dioses: la estupefacción me dejó boquiabierta. Asentí como una boba porque me quedé sin palabras. No solo quedaba patente mi absoluta nulidad para asignar rasgos personales, ni siquiera actitudes, sino que comprobaba cómo, a la inversa, alguien había captado una virtud de mí que sólo desarrollo en mi intimidad: la escritura. ¿Cómo podía ser posible tanta desproporción de conocimiento en este intercambio de impresiones?

Me fui a casa. Escribí a la Concejalía correspondiente contando lo sucedido con las elecciones. Me respondieron rápidamente, para mi sorpresa. Culpaban al Consejo Escolar. Sulfurada por la noticia, esgrimí con la peor saña mis letras contra aquél, y al día siguiente el encabezado de la hoja de firmas puso a dicho órgano en el centro de la diana.

Entonces se acercó Vanessa:

-Hola... Mira: Soy del Consejo Escolar... -Me puse en guardia-. He leído esto, y, de verdad, no me puedo creer lo que dices aquí.

La moderación de su tono acompañaba el halo encantador con que se mostraba razonable, abierta y con una intención tan conciliadora como informativa, absolutamente sincera. Todas sus palabras nacían en ella con cordialidad, incluso para explicarle a una imbécil como yo, que me había inflamado como un fósforo, el descalabrado error que cometíamos difundiendo mi texto.

Enseguida intercambiamos datos: le reenvié el correo recibido de la Concejalía; me envió la ley que deja patente que precisamente el Consejo Escolar es quien inicia el proceso para solicitar el cambio de jornada.

Al día siguiente, de mi impresora salieron las hojas para firmar, con el encabezado reeditado: el nuevo texto nos unía.

A la vez que me avergoncé, admiré su entereza, serenidad y, sobre todo, ese valor de las personas que logran mantener su buena voluntad ilesa, por muchos idiotas que se crucen en su camino (como yo). Esta vez la lección fue de resiliencia. Ya iban tres.

Empezamos a pedir firmas. Vi a Isabel.

Isabel siempre está en la primera entrada del cole. Siempre me parecía malhumorada, solía pasarla de largo: «Le caigo fatal, ni me saluda, me importa un bledo», yo rumiaba.

Ni siquiera sabía su nombre. Ella era la madre de A. Nuestros hijos estudian juntos desde Infantil y ya están en Secundaria. Ni me molesté en acercarme a pedirle una firma. Pero fue ella quien vino a mí, para mi estupor. «Va a tocarnos las narices», pensé.

-¡Hola! ¿Por qué no me dais un taquito y voy recogiendo yo por aquí?

Ahí cayó mi cuarta cara de tonta. Contrariamente a lo esperado, el rostro de la malhumorada madre de A, Isabel, cuyo nombre no me había molestado en conocer antes, se iluminó de entusiasmo y entrega.

Estas cuatro experiencias me llevaron a desprenderme por completo de la confianza en mi instinto o mis impresiones. Me quedó claro que en lo que a personas se refiere, mis deducciones son terraplanistas. Así que me lancé a pedir firmas por doquier y sin reparo, dispuesta a seguir sorprendiéndome con mi escasa capacidad intuitiva sobre la gente:

La que tenía pinta de progresista, de inconformista, de rebelde, no me firmó porque la ley está para cumplirla, y aunque yo haya votado a favor, esto es lo que hay y debemos asumirlo.

Los que tenían pinta de conservadores, tradicionales, excesivamente sumisos -incluso me atrevo a decir: pijos-, formando un corro que intimidaba hasta a la valiente Nuria, se pasaron unos a otros, con impaciencia, la tabla con la hoja de firmas, apremiándose entre ellos para garabatear su impronta.

Empecé a deleitarme en la sorpresa. Me divertía la vida que estaba descubriendo y lo tonta que he sido. Siempre es un regalo salir de error, o dicho de otra forma: aprender. Gracias a los dioses soy una adicta al aprendizaje.

Mientras, en mi casa, creé una petición en una conocida plataforma en Internet.

Y creé un grupo de wasap con mujeres por las que me hubiera apostado el alma a que no entrarían ni en el aspecto más irrelevante de mi vida.

La primera parte del descubrimiento fue dejando paso a una segunda parte más grata, en cuanto que el brochazo que me empapelaba con el cartelón de ignorante déspota dejó de sacudirme en la cara, y me regaló la asistencia a otro tipo de descubrimientos que derivaron en la afirmación de que formamos un equipazo.

-Cuando tengamos las firmas, vamos a la Dirección del Área Territorial, y hablas tú -le dije a Vanessa una mañana.

-No, no..., yo no hablo, que se me da muy mal, que me muero de corte -responde con su tímida voz la chica del Consejo Escolar que me robó quinientos lingotes de humildad al sacarme de mi garrafal error.

-Yo no sé si ir, porque es que como me calienten, abro la boca y empiezo a soltar de todo. Que soy muy palabrotera -dice Isabel. De nuevo, el desorientado timón de mis figuraciones le asigna el papel más tosco de la panda:

-A ti te reservamos para cuando se pongan déspotas y ya no tengamos nada que perder. Entonces te tiramos de la anilla y ¡Bum! -Todas reímos, ella por supuesto, también. Aunque antes de conocerla no habría ni soñado que llegara a verle los colmillos en esa modalidad.

Y una mañana, algo genial ocurrió:

Vanessa, la chica que no se creía capaz de alzar la voz y hablar en público, se vio obligada a apartar toda su timidez a un lado, cuando se encontró acorralada por un público expectante que la acribilló a preguntas. De pronto, se encontró con una masa de padres y madres curiosos y esperanzados, que la miraba como deberían aprender a merecer ser mirados los líderes que gobiernan cualquier país.

Y Vanessa empezó a hablar, y comprobó que era necesario elevar el tono. Sus mejillas se debieron poner como pimientos. Pero sucedió: se rompió el miedo que ponía límite a la altura de su confianza en sí misma. Subió la voz y empezó a hacerse escuchar por la muchedumbre, que la envolvió silenciosa con toda su atención, asintiendo tras cada frase que ella pronunciaba, mientras le temblaban las manos.

Minutos después, cuando la vi llegar, ilusionada como una niña, a la entrada de Infantil donde me encontraba yo, su alegría era tan rebosante que me contagió de felicidad. Me regaló un nuevo episodio de superación humana: mi serie favorita en esta vida.

Al día siguiente, Isabel, la bomba de anilla, nos sorprendió con una insólita destreza moviéndose por las redes, y nos mostró un código QR creado por ella, a fin de ponerlo en pegatinas, letreros..., etc. Aportó la genial idea de facilitar un acceso directo para firmar la petición en Internet. Y propuso imprimirlo y pegarlo allá donde estuviera permitido hacerlo.

Por fin, llegó el día de entregar las firmas a la Delegación de Área Territorial:

-Con todas las firmas en las fotocopias aportadas por Gema, que trabaja sin descanso en su empresa, la cual manotea valientemente en las turbulentas aguas de la crisis provocada por el Covid. Una empresa familiar con mano de obra propia y materiales de primera calidad: una especie amenazada con la extinción por la creciente afición a la mediocridad importada. Que logra mantenerse a flote gracias al espíritu imbatible de su dueña que, aún así, ha sacado tiempo y recursos para ahorrarnos el coste en copias.

- Con firmas que habríamos dado por perdidas de no ser por la tenacidad de Nuria, que tras una jornada durísima de trabajo y otra como madre, exigió un esfuerzo extra a su dolorido cuerpo, para aventurarse a última hora incluso por las casas de quienes no pueden pasar por el colegio a recoger ni entregar a sus hijos, para recopilar sus firmas.

- Con el entusiasmo e interés de Isabel, que entregó para la causa su talento con las tecnologías, su disposición a ir dondequiera que hiciera falta, y un carácter inesperadamente divertido.

- Con el aplomo y la habilidad recién descubiertas por Vanessa para dirigirse al público; virtud que ni ella conocía de sí misma. La pérdida de su miedo es lo mejor que nos podía pasar, porque su generosa elocuencia, sumamente agradable, haría que el escrito acompañando a las firmas adoptase la música con que finalmente tendría que sucumbir la autoridad competente que nos recibiría en la Direccción de Área Territorial.

Entre todas, me han aportado una gran lección sobre el error de prejuzgar, y me inspiran la confianza que necesitaba para seguir aprendiendo con la puerta de la oportunidad en adelante abierta a los desconocidos.

Para este equipazo, tenía que escribir esto. En mi versión fantasiosa de la experiencia, les he asignado sus respectivos trajes de superheroínas. Seguro que cada una sabrá identificar el suyo. Aunque yo no valdría ni para reconocer el mío, ya ha quedado patente... :

A la Luchadora Imbatible; a la Maestra de la Tecnología, a la Líder Nata, a la Curranta Emprendedora; qué gran placer conoceros.

Nuria, Isabel, Vanessa, Gema.

Con mucho cariño, para vosotras que lo valéis:

La Letritas: 

Patricia

Patricia Vallecillo © Todos los derechos reservados 2021
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