Destellos de Aluche

13.02.2022

Los viernes por la tarde, generalmente a partir de las cinco en punto, las calles olían a regaliz de fresa, a caramelos, a piruletas de cereza y chicles de menta. Instantes antes, los chiquillos nos habíamos agolpado a empujones en una fila a la entrada de El Bierzo, en la calle Valmojado, para salir exultantes con un surtido de dulces entre las manos.

En invierno, a esa hora, el sol ya trazaba franjas anaranjadas en las columnas de los soportales, así como en las escaleras que componían todo el relieve urbano, desde el parque Arias Navarro hasta la calle Camarena. Destellos rojizos en los escaparates de los bares y cafeterías, en las mochilas, en nuestro pelo infantil, en los ojos, las gafas, las risas de tus amigos.

La mayoría de nosotros dejábamos los deberes para el domingo a última hora. Sí, confesémoslo: no nos acordábamos de ellos hasta que el estómago nos avisaba, con un instintivo salto, ante ese inconfundible olor a lunes acechando la última tarde libre.

Hasta ese momento, no nos importaban un comino: éramos pequeños cúmulos de energía inocente, pero indomable en nuestras ganas de vivir y, sobre todo, de respirar en la calle; de aspirar la fragancia de las bolsas de chuches que nos acompañaban entre carrera y carrera; de llenarnos los pulmones con bombas de carcajadas para compartir sus explosiones con los amigos.

Los dos días siguientes a esa víspera feliz, echábamos todas las horas diurnas jugando un balón prisionero, un rescate, la olla...; o en un simple correteo frenético de perros callejeros, desplazándonos como una bandada de pájaros de acá para allá, subiéndonos a todos los columpios del barrio o participando en algún partido de fútbol o baloncesto en el parque.

Y cómo volaban nuestros patines... Teníamos a los vecinos locos con la vibración que las ruedas provocaban en sus pisos, desde los soportales.

Todos contábamos con una pandilla, un equipo o un amigo que tampoco tenía ese pueblo o chalet al que se marchaban los demás.

No conocíamos eso de quedarse en casa jugando online. Ni hubiéramos sido capaces de creer en la posibilidad de semejante disparate.

Cualquier domingo por la mañana jugando cerca de casa, las voces de nuestras madres resonaban desde terrazas y ventanas anunciando la hora de comer. La tentación máxima era ocultarse para seguir disfrutando del juego. Pero, finalmente, nos rendíamos ante esa magnánima figura que, según el grado de paciencia agotada, iba mutando desde la bella reina de nuestra dorada infancia hasta la esfinge del oráculo del sur (esa que, en "La historia interminable", te podía fulminar con la mirada. Todos leíamos el libro después de haber visto la película).

-¡Ya voy! -contestábamos a nuestra diosa de universo superior; aquella para cada cual la suya era la más... todo de todo; la que reinaba en nuestro mundo, aunque fuera ella quien nos llamara rey/reina y nos sirviera su propia vida hasta el último segundo.

Nos despedíamos de los amigos con la inmensa alegría del buen rato pasado; de saber que volveríamos a verles; de haber conocido otros nuevos; de la eternidad que gozábamos.

Fuera por la mañana, fuera por la tarde, enfilábamos el camino a casa entre un rumor de cacharreo culinario, de cucharones sacudiéndose contra el borde de una sartén. Olores de salsas y guisos exhalados desde las cocinas, prometedores de comidas -o cenas- deliciosas, que liberaban el hambre arrinconada por la diversión. Durante el olisqueo, nos pasábamos la mano por la melena enredada y el cogote sudado, percibiendo nuestro olor a cachorro salvaje. Esa noche tocaba baño, diría la madre, seguro. Las manos olían a metal de columpio, a goma de balón, a sudor mezclado con el polvo de alguna caída en la tierra del parque.

A veces, ocurría algo maravilloso durante la vuelta a casa: mientras te aproximabas al portal, te llevabas una sorpresa increíble... Sí: ahí estaba él. Y parecía que los destellos se multiplicaban. Surgía de entre los coches aparcados en batería, dirigía hacia ti sus largas y serenas zancadas. Y te envolvía en esa sonrisa que había bañado en luz tus días desde el primer albor de tu corta vida.

Siempre nos maravillábamos, como si nos topáramos por primera vez con nuestro superhéroe favorito, a pesar de tenerlo en casa. Podía llegar de pasear al perro, o de cumplir con algún recado de la jefa. Lo más común era verle venir frotando con insistencia un trapo contra sus manos, para eliminar de ellas -siempre infructuosamente- negruzcos restos aceitosos, agarrados a sus dedos tras hurgar en el motor del coche, al cual, echar un vistazo en la mañana de un sábado o un domingo, era deporte nacional.

No había un encuentro como aquél: el gigante de la casa te daba alcance sin dejar de mirarte como si lo más grande del mundo fueras tú. Y subíais juntos a casa. Tu padre con sus grandes manos manchadas de aceite de motor; tú oliendo a tigre. A casa. Juntos.

Destellos de luz que ya no volvieron. Se quedaron en el Aluche de mi infancia.

Patricia Vallecillo © Todos los derechos reservados 2021
Creado con Webnode Cookies
¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar