Inolvidable debut bajo cero

07.05.2023

El catorce de enero del año dos mil veintiuno, Madrid todavía no se había recuperado de la gran nevada conocida como Filomena.

Reinaba un caos añadido al desastre de la pandemia y la población se revolvía entre reacciones antagónicas pues, afortunadamente, todavía conservamos el humor en la mayoría de situaciones desesperantes.

En mi caso particular, aquel día se convirtió en una memorable efeméride digna de ser grabada con letra dorada en el epitafio de la vida, pues culminar tu labor con la inscripción del libro en el Registro de la Propiedad Intelectual es un acontecimiento que nos hace tocar con los dedos la eternidad entre los mortales.

Solo un escritor —o cualquier otro tipo de artista— puede entender la emoción que me embargaba la mañana en que mi primer libro cobraría existencia legal. Quienes hemos tenido hijos, podríamos compararlo con el registro civil de cualquiera de ellos. Es un tema de amor y creación; de amor por creación y de creación por amor. Hacia ellos, siempre.

Ya…, un libro es un libro. No: tu libro es un pedazo muy importante de tu vida. Es el diario de a bordo de tu alma durante su viaje por otro mundo. Es la puerta al lugar donde residen personajes creados por ti; que te han hecho llorar, reír, enfurecerte, perder y cobrar fuerzas.

Tras poner fin a infinitas revisiones, llega el momento más deseado y temido: el primer manuscrito sale de casa, el refugio seguro donde un día nació coronado por su primer capítulo; donde vio brotar toda una sucesión de paisajes y escenarios, así como el mágico devenir de las vidas y destinos de sus habitantes; todo al ritmo de tu teclado.

Esos personajes que, no sin esfuerzo, comienzas esbozando y enseguida te roban el carboncillo (entendámos como tal el teclado) para conducirse solos mientras tú tratas torpemente de seguirles el ritmo, pues han cobrado vida y te reducen a un mero escriba testigo de sus peripecias, cual Polibio siguiendo a Escipión por sus batallas.

Sí: un día, por fin, tras una nevada de proporciones bíblicas, el pendrive que hasta ahora había sido su conexión con el único ser del mundo real que los conocía —su creadora, su madre— se expone al hostil exterior

No se olvida el pánico, en el umbral de la puerta, buscando el lugar ideal donde guardarlo de la manera más segura. Agarras el bolso como si en él yaceran las joyas de la corona británica o el santo grial, y lo aferras contra ti a vida o muerte como no habías vuelto a apretar nada con similar celo desde la última vez que portaste a un hijo en tus invencibles brazos maternos.

La nieve, el hielo... y ese portal sagrado en su dispositivo informático, susceptible de mojarse, partirse, desintegrarse con un resbalón, una caída, ¡¿un meteorito...?!

Mil calamidades en mi cabeza.

Sí: guardo copias. Pero el miedo es irracional. Extremadamente irracional.

Al bajarme en la estación de Banco de España —la más cercana—, no pude reprimir un pequeño ataque de risa histérica ante el inaudito paisaje de aquel Madrid blanco y apocalíptico a las nueve de la mañana.

El impacto visual y la asunción de tamaño surrealismo me sacudieron con un pensamiento: «Si hace un año un viajero del tiempo me hubiera mostrado una foto en la que yo apareciese tal como estoy ahora —plan-tada en medio del Madrid más céntrico, hundida en nieve, con una mascarilla higiénica, ropa de explorador del Ártico y a punto de registrar mi primer libro— ...me habría llevado un susto de muerte».

La risa tonta me duró un rato, mientras mis ateridos dedos se debatían con el móvil—cuyos iconos parecían igualmente congelados— para consultar el itinerario restante en el mapa de Google.

Consciente de mi torpeza para orientarme, había salido de casa con mucha antelación. Así que tuve tiempo de sobra para: esperar a que el GPS respondiera; subir por la Gran Vía; volver a bajarla; entrar por una calle y salir por otra.

Finalmente localicé, a lo lejos, a otro ser de mi especie que, tras oír mi señal, esperó pacientemente a que yo cruzara el hielo de la carretera a paso de mantis religiosa. El otro superviviente se extendió bastante en sus explicaciones. Por mi parte, yo tampoco mostré premura por marcharme. Creo que compartíamos la misma euforia bajo la inconsciente sugestión de que el resto de la humanidad se había extinguido. Hay que ver cómo une el fin del mundo.

Creyendo perfectamente claras sus instrucciones, nos despedimos como los personajes de los videojuegos: perdiendo cada uno la mirada en su nuevo horizonte y deseándonos suerte.

De pronto me vi en el Congreso de los Diputados. «Madre de todos los dioses», pensé. Ya lo decía mi madre: que su niña llegaría hasta el parlamento. Pero ésta no era la idea que me formaba al escucharla.

Y de nuevo, calle arriba, calle abajo, mientras una fila de policías al borde de la hipotermia me seguía con la vista por puro aburrimiento mientras subía y bajaba como una pazguata, hasta que me acerqué a preguntar a una de sus compañeras por el dichoso Registro de la Propiedad Intelectual, "en la calle Santa Catalina, seis, por favor...".

En mi memoria fotográfica guardo con nitidez el inquietante aspecto de sus ojos, enrojecidos, sobre una tez ligeramente azulada cubierta por la mascarilla, de un azul más oscuro. Me marché con la desazón de que tal vez yo sería la última persona en hablar con ella.

Tras entrar en la calle que la agente me había señalado sin poder controlar el tartamudeo derivado de su tiritona, caminé por la calzada helada —a paso de tortuga—, pues ambas aceras estaban ocupadas por un muro de nieve de más de un metro de altura. Por fin, tras dicho muro atisbé el número correspondiente a la puerta de entrada.

Di gracias a alguna piadosa divinidad por este cuerpo que aún resiste pruebas hercúleas. Me coloqué el bolso, me ajusté la mascarilla, tomé aire y empecé a escalar agarrándome al desmedrado tronco de uno de los arbolillos repartidos por la estrecha acera. Desde el otro lado de la puerta de cristal, un vigilante me observaba sin inmutarse, en una expresión de infinito aburrimiento, sin abandonar su asiento situado detrás de la máquina detectora de metales.

En mi lucha contra la nieve, mis piernas se hundieron. Pugné por sacarlas. Sudé, seguí subiendo, seguí sudando. Ya en la cima, me abracé al árbol, me recoloqué la mascarilla, y al iniciar el descenso por el lado opuesto, la nieve me la volvió a jugar y me humilló en un improvisado Pole Dance, por cuya gracia di un giro completo al árbol sin soltarme de él hasta dar con mi espinazo contra la dureza del hielo. Desde ahí, miré al vigilante de nuevo. Sus ojos y la parte de la mascarilla que ocultaba su nariz asomaron sobre la máquina con un brevísimo destello de curiosidad que enseguida le devolvió al inicial estado impávido.

«El Covid nos ha dejado sin sangre», pensé mientras trataba de reincorporarme al más puro estilo Bambi en la famosa escena del lago helado. Sólo faltaba Tambor a mi lado, descuajaringado de risa.

—Deposite su bolso y todos los objetos metálicos en la bandeja.

Ésa fue toda la impresión que el hombre compartió conmigo después del numerito. No le gustó mi show, vaya por Dios. Demasiada ropa, eso seguro.

Unos quince minutos después, por fin, el pendrive era conectado a una toma desconocida para él.

Mientras Las abejas de Malia y mi amado maestro griego (ahora amado por más personas) conquistaban otro ciberespacio; mientras un griego y una romana del siglo II a.C. navegaban virtualmente por otras aguas en su inmensa arca llamada Hispania junto con todos los demás personajes, disfruté de una charla sumamente agradable con la funcionaria, de quien recibí un trato maravilloso.

A lo largo de la descarga pude desahogar en su mesa toda la alegría que trocaba mi pecho en un reloj de cuco. Ella escuchaba, y en sus ojos parecía derramarse mi ilusión como mi libro por la red del Registro. Me habló de todos los artistas que pasaban por allí, y lo bonito que era para ella ese trabajo. «Guardiana de las musas», pensé.

No sé cuántos libros venderé, qué éxito tendrán, cuántas manos acariciarán la historia de un maestro griego que derrumbó a golpe de pergamino la ceguera de la ignorancia y, con ella, la rabia injustificada, la manipulación y la violencia. Siempre atesoraré ese momento como uno de los que gozan del valor incalculable que define a los verdaderos ricos en mi mundo. Uno de esos recuerdos que acudirán a socorrerme en algún mal trago para recordarme en qué consiste vivir. Uno de los instantes que me acompañarán al final de la última agenda, donde brillará con el fulgor de las vivencias que constituyen la verdadera fortuna de un ser humano. 

Patricia Vallecillo © Todos los derechos reservados 2021
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