El perrito bonito
-Qué bonito es...- Oigo decir por tercera vez, a mis espaldas, mientras vierto agua en el cuenco portátil que alivia a Happy del calor que se ceba con los peludos. El paseante insiste. Tendré que hacerle caso.
Todavía agachada, me giro, más por inercia que por curiosidad, porque ya cuento en mi base de datos sociológica con una extensa tipología de los individuos que se interesan por mi perro. Le miro. Sí, ya tenía catalogado a éste: altivo pero inseguro, rígido en su empeño por sostenerse sobre su supuesto rango social. Ni siquiera se inclina. Disfrutan observando desde arriba. O temen agacharse por si pierden su estrato.
No acerca la mano a Happy, porque para este tipo de amantes de los perros, estos no tienen más vida emocional que la que tendría una antigüalla para un coleccionista, o un Ferrari para los amantes de los coches. Se mantiene apartado por si le fuera a saltar una pulga, más mía que del perro.
Sin embargo, me detengo en el semblante de este último ejemplar de observador de extravagancias caninas. Sobre todo, porque no deja de sorprenderme que exista más de uno o dos, a lo sumo. Lamentablemente, abundan.
Le miro con sonrisa de Gioconda porque estoy bien educada, dentro de lo que en mi generación alienante para las mujeres se consideraba ser bien educada. Es una reacción tan incrustada en los pliegues más tiernos de nuestro cerebro, que emerge casi instintivamente: el apestoso afán de complacer a toda costa, grabado a perpetuidad.
-Es que... es muy guapo. -Sique sin acercarle la mano.
Acercando la mano para ser olido, es como te presentas a ese ser de otra especie que, aunque fisiológicamente difiere de la tuya en otros aspectos, comparte contigo el deseo de sentirse reconocido, existente, integrado, partícipe... Y, en su infinita y difícilmente inalterable inocencia, desea contacto social y sentirse un miembro más de este loco entorno dominado por los humanos.
Happy observa la estéril interacción reducida a un burdo cumplido sobre su aspecto estético. A través de su cristalina mirada leo sus impresiones. Sé que si pudiera hablar, diría lo que pensamos los dos: Yo soy muy guapo y tú muy imbécil. En realidad, solo yo pienso eso. Él, simplemente, está algo desconcertado pero no le afecta demasiado. Adoro a Happy. Quiero ser él.
El distinguido señor señoreadísimo trata de mostrarse cortés, pero rezuma condescendencia a raudales, a la vez que cierta contrariedad. No comprende qué hace un perro de raza, con todos los rasgos de un pedigrí puro, en propiedad de una perroflauta, como anuncia su sonoro pensamiento con todo su lenguaje corporal.
-Estaba en la perrera municipal -respondo.
El hombre no reprime un leve respingo, una pequeña descarga le ha sacudido el lomo. Sus ojos desorbitados me miran como si le hubiera soltado una bofetada.
-¿En una perrera? -balbucea.
Dan ganas de responderle: ¿Cree que miento?
En fin...
Asiento con la mecanicidad del hastío que me provocan estas situaciones, mil veces rebobinadas como una escena de película refrita.
-Pues es muy bonito. -Y van tres. No sabe decir otra cosa y su cuerpo sigue suspendido en la catalepsia inicial.
Y me encantaría contestarle:
Primero, que bonitos son todos. Y éste bonito, de hecho, me pareció feo cuando le vi, en ese chenil sucio, húmedo y gélido, una mañana de enero. A pesar de su fealdad, se me ocurrió mirarle a los ojos, y me abatió con toda la paradoja contenida en su mirada: mil motivos para odiar a los seres humanos reflejados en una tristeza infinita, a la vez que un fuerte deseo de concedernos otra oportunidad; pidiéndome que le llevara conmigo; otorgándome, sin conocerme, una fe plena en mi capacidad de amar y cuidar a otro ser ¿A qué humano le puede quedar tanta esperanza después de tanto sufrimiento? Eso es un don exclusivo de los animales.
El perdón eterno no es exclusivo de un dios. O tal vez no somos nosotros los hechos a su imagen y semejanza... Nosotros no.
A los bonitos los abandonan, los maltratan, los apalean hasta la muerte, los ahorcan... Los bonitos también sufren un dolor desgarrador por la separación y el temor de no volver a ser amados, incluidos, integrados, cuidados y cuidadores de su amada familia, aunque ésta pertenezca a otra especie. Sólo ellos gozan de la mayor alegría del universo con vernos despertar o volver de donde sea, lo mismo del buzón que de un viaje. Y situarnos, cuando se distraen jugando con otros perretes..., cuando se giran para constatar nuestra presencia cerca: "Sigues ahí", parecen suspirar como niños que temen perderse.
Un perro de perrera jamás se desprende de la incertidumbre. Vivir así tiene que ser un infierno, muy superior a lo que experimentamos los obreros, con cuyas vidas juegan a capricho los más lucrados poseedores de los medios de producción: Ahora te tomo y me llevo una subvención; llegado el momento te puteo porque puedo; si no te vas te echo de mala manera; ni te doy las gracias, ahí te pudras que me da igual... Y detrás vendrá otro que te hará lo mismo.
A nosotros se nos quema la confianza en el ser humano. A los animales, jamás. Son increíbles.
Y, sin embargo, nosotros nos atribuimos el don de gestionar las emociones en pro de la resiliencia, como una de las virtudes que nos confiere el título de especie superior. Somos la berza.
Supongo que cuando adopté a Happy (su nombre es toda una declaración de intenciones), el maltrato sufrido por él -evidente en todos sus gestos- y su incertidumbre, se encontraron con las mías y nos unieron. Ahora creo que él tenía más claro que yo que no sería el único en curar sus heridas. Creo que ambos nos empeñamos en reconciliar al otro con la vida.
Sólo que, de los dos, yo era quien no sabía cuánta falta me hacía él.
-También es muy bueno- le digo, al coleccionista sibarita, en la esperanza de que se interese por el ser psíquico que vive bajo el elegante pelaje de mi ángel.
-Sí... Y muy bonito. -Se marcha asintiendo con una escueta sonrisa de conformidad, como si yo necesitara su beneplácito para seguir disfrutando de mi adquisición.
"Qué hombre más pobre", me digo. Y Happy me lame.