MI EQUIPO
Éramos cinco en el equipo de competición femenina de Taekwondo del gimnasio S.C. 1994 fue nuestro año.
No fue una amistad como las nacidas en el colegio o el instituto. Fue diferente. No mejor, ni peor..., porque diferente no siempre implica mayor o menor categoría en aquello a lo que se aplique. En la palabra diferente contrastar no compara; sólo abre otras perspectivas, otras existencias, otras opciones.
Las amistades que uno va desarrollando a lo largo de su vida van dejando una suerte de habitaciones en el alma. Unas se mantienen ocupadas; otras se quedan vacías. Pasar por ellas de vez en cuando es un regalo que el recuerdo renovará siempre, si en tu interior sólo albergas un agradecimiento inalterable hacia todo lo vivido.
En esta habitación: Mi equipo, ya no éramos adolescentes con el descubrimiento en ebullición, ni éramos adultas jóvenes resignadas por completo a encasillarnos en lo que tenía futuro; ni mucho menos, podíamos aún constatar que uno nunca termina de aprender y crecer, y que el futuro da mucho más de sí de lo que nos van contando.
Nuestras edades oscilaban entre los dieciséis y los veintiún años. Yo acababa de cumplir diecinueve. Nuestros lazos crecieron en el dochang (el suelo) de una sala de Taekwondo. Supongo que reunir en nuestras respectivas personalidades las características necesarias para estar allí, contraviniendo los tópicos sexistas de la época, ya garantizaba el nacimiento de un vínculo especial: interesante al principio, emocional después, y fraternal para siempre.
Porque el equipo nos hizo hermanas.
En el primer encuentro, que solía ser en el vestuario, había algo de miedo: «Ésta puede ser más fuerte que yo»... Nos escudriñábamos mutuamente, desde la curiosidad de coincidir con otra rareza; allí, en ese pequeño vestuario femenino que un maestro coreano habilitó robando algo de espacio al masculino, previendo el día en que las mujeres empezaran a romper moldes, desafiaran la educación recibida, decidieran no callar cuando un hombre las ofendiera, y se sublevaran contra todo ello como hice yo, llegado el momento.
Sí, éste fue mi caso, cuando me amotiné en casa maldiciendo mi decimonoveno cumpleaños y todos los siguientes, si no me permitían cumplir mi sueño de aprender un arte marcial. Yo había sido una de esas niñas a las que, desde la fila de gimnastas con mallot rosa y zapatillas de bailarina, se le saltaba la lágrima viendo pasar a los niños de Kárate, cercada por una prohibición basada en mi sexo.
Así que un dobok (el traje de entrenamiento), la matrícula y media mensualidad -pues empecé un quince de septiembre- fueron mi regalo de cumpleaños. El mejor hasta ahora.
Pero volvamos a mi equipo: dos tenían dieciséis, yo diecinueve y las otras dos ya contaban veintiún años. Éstas ya lucían un cinturón azul que contrastaba con un carácter jovial, sumamente divertido y dulce a la vez, en el que jamás mermaron la humildad y el afán de ayudar a los novatos: la nobleza del deportista.
Para empezar, en los primeros entrenamientos surgió una complicidad especial del tipo: las cachorras seguimos a las leonas mayores.
Como diría un documental narrando las peripecias de una manada de leones: "puede observarse cómo las pequeñas otean, desde la lejanía, la interacción de las mayores con los machos".
Nos pegamos como chicles a ellas, observando con recelo a los compañeros: hombres robustos, ruidosos, de golpes contundentes y voz grave. El recelo inicial se fue disipando al percibir por parte de éstos -salvo en algún caso aislado, porque el mundo no es perfecto- un trato cordial, un compañerismo limpio y un trato igualitario hacia nosotras.
Descubrimos un tipo de hombres que no existía fuera del gimnasio. Vimos nuestro valor admirado y nuestra fuerza alentada como si ellos tuvieran más fe en nosotras que nosotras mismas. Y, por supuesto, recibimos infinitamente más respeto que el otorgado hasta entonces por parte de un entorno que se dirigía a nosotras con términos como el de marimacho.
Con el tiempo, mi fabuloso equipo de guerreras y yo fuimos intensificando la relación que nos unía. Sí, Amigas es otro nombre, subtitulando la habitación -o título- de Mi equipo.
En el dochang descubrimos la magnífica dinámica y el resultado de la ayuda recíproca: cuando un deportista se mejora a sí mismo haciendo mejorar al otro. La retroalimentación misteriosa que hace funcionar bien un equipo: si te ayudo a mejorar tu combate, tú mejoras el mío; si te motivo, me motivo yo; si te cuido, me cuidas.
Y al final nadie puede entender que luchando fieramente nos estamos ayudando; y que la tensión que a veces -cierto es-, se nos iba de las manos en un combate, cedía al reencontrarnos en el vestuario, donde sucumbíamos mutuamente intercambiando con nuestras miradas el aprecio que nos unía, a pesar de que cinco minutos atrás nos zurrábamos de lo lindo.
Entrabas a las duchas llevándote una mano a la frente: «Se nos ha ido la olla, tía...», las carcajadas de todas y un abrazo con tu colega refrendaban ese cariño.
En 1994 todas quedamos medallistas en el Campeonato Absoluto de Madrid. Nuestro maestro creía vivir un sueño y al resto del mundo, sencillamente, le costaba creerlo.
Nuestro cuento de hadas era ese: horas y horas entrenando, de lunes a domingo. Nuestro vestido para el baile: un traje permanentemente empapado de sudor. El casco, las protecciones, el peto... como una segunda piel. Las ampollas, los vendajes en los pies, el dolor y la felicidad tan incomprensiblemente unidos... La euforia del guerrero que sólo nosotras podíamos comprender.
Nuestro perfume favorito: el olor del sudor mezclado con los materiales gastados. Nuestro espejito mágico: el empañado por la condensación que cubría igualmente los cristales de las ventanas. Los gritos alentadores del maestro despertando nuestra furia; lágrimas reprimidas, catalizadas en pro de vencer la impotencia y rebasar el maldito límite que se obceca en bloquear el paso a la superación...
Y tu equipo animándote en los entrenamientos más duros y, por supuesto, en las competiciones. Tu nombre gritado como jamás lo volviste a escuchar, como sólo se habrán oído en este mundo los nombres de los dioses. Y tú berreando los suyos desde tu corazón, tu sangre y toda tu fe en tus amigas guerreras, para empujarlas al triunfo porque solo deseas verlas brillar. Quienes conozcan la competición en un arte marcial comprenderán lo narrado, sin duda. Entre quienes no la hayan conocido, tal vez hayan rozado el espanto leyendo esto.
Por la habitación Mi equipo, que dejaron vacía y recubierta de trofeos cuyo fulgor, como el de todos los recuerdos, nunca cesa, se deja caer una de aquellas amigas de vez en cuando. Y la alegría de recibirla es inconmensurable. La puerta de Mi equipo, como las del resto de habitaciones, sigue abierta, porque las personas que pasaron por aquí siempre serán bienvenidas.
En mi recuerdo, tronando en el eco de cada pabellón en tal o cual polideportivo, sus voces resuenan destacándose, entre el bullicio de las gradas, con la fuerza necesaria para inyectarme sus energías:
«¡Vamos, Patri! ¡Arriba, Patri ¡Ahí, Patri! ¡Toma! ¡Bien, Patri...!».
Y me veo con ellas, al final del campeonato, todas agolpadas en un abrazo múltiple, coreando canciones adaptadas al acontecimiento y saltando, medallas o trofeos en mano; salvo la que quedaba cojeando, que lo hacía en volandas del resto.
Este tipo de recuerdos nos hace eternamente afortunados, millonarios de espíritu. Qué suerte tenemos todos los que hemos amado un deporte hasta llevarlo para siempre en la sangre con todos sus escenarios y momentos, sus partícipes, sus amistades, sus inefables emociones alimentándonos perpetuamente... Poca gente atesora algo semejante.
Patricia Vallecillo. Autora de Las abejas de Malia: El maestro griego.