MAESTROS INOLVIDABLES

24.01.2022

Sentada en la mesa, con los pies en el asiento e inmersa en una deliciosa juerga con mis compañeros, estrenaba el segundo cuatrimestre. Por la puerta seguía derramándose gente al interior del aula. Entre ellos, un jovencísimo maestro.

A pesar de que le tomé por un estudiante más, algo en él me llamó poderosamente la atención... para incomodarme. No oculté mi mueca de desagrado. Aparté la mirada para continuar enredando, sobre aquella mesa.

Cuando, pocos segundos después, se hizo el silencio y vi cómo se sentaban todos los alumnos, el techo se me vino encima: «¡No! ¡Dios...! ¡Dios, dime que no...!».

Con razón casi pierdo a Dios allí.

Me dejaría embargar por el diablo lo poco inmaculado que quede en mi alma, con tal de contemplar en una secuencia de fotos la evolución de mi rostro mientras me volvía, lo encontraba sobre la tarima y me dejaba caer en el asiento.

Mientras él se presentaba, yo me perdí en la negrura de la pizarra y de un sentimiento de injusticia infinita: «¿Qué había hecho yo, tan terrible, para merecer eso? ¡¿Cuatro meses, eternos, aguantando a ese hombre tan...?!»

Tan peligroso para una persona que había vivido entre creencias confortables, que él hizo desvanecer hasta dejar un vacío vertiginoso entre mis manos.

Tan ausente de doble moral, soberbia, autoritarismo... Cualidades con las que yo estaba familiarizada. Algo que incluso formaba parte de mí misma. No estaba preparada para encontrar a una persona carente de ellas.

Tan lleno de perspectiva encaminada a inspirar al estudiante en la búsqueda de criterio propio, de la verdad más pura:

-No quiero deciros cómo pensar, sólo que penséis con espíritu crítico, que dudéis de toda la información que recibáis.

«¡¿Cómo?! ¿Y quitarme las riendas que me dirigían ciega y cómodamente, sin cuestionar?».

Revelador y capaz de girar en nuestras cabezas infinitos goznes y resortes para liberar ideas que ni esperábamos albergar; de derribar muros elevados sobre prejuicios; de ayudarnos a empujar las paredes de nuestro laberinto mental para completarlo... nos enseñó a seguir el camino más adecuado para encontrarle sentido a todo lo que nos chirriaba, según él.

Con el transcurso de los días, mi barrera tuvo que ceder ante la paleta de colores con que completaba mis esbozos que, a su vez, originaban otros nuevos; ante el aroma a libertad y determinación que emanaba de su lenguaje verbal y corporal; ante el brillo de los sueños jamás imposibles reflejado en su vitalidad; ante las palabras que completaban con nitidez mis esquemas más borrosos; ante la mirada que me transmitía su arrolladora energía y que, sobre todo, me hacía sentir que ya no estaba sola.

Rompí tabúes, desnudé la razón, me enfrenté al mundo que me había moldeado, no educado. Lo hice trizas. Lo reconstruí. Y no lo habría hecho sin él.

La voz interior que él hizo fuerte abandonó su caverna platónica, creció y empezó a hablar alto y claro.

Terminado el curso, dediqué el verano a encontrar un trabajo que me permitiera continuar mis estudios.

Por fin, con el ansiado otoño llegó el comienzo de las clases... y me envolvió en un frío sepulcral. 

En aquella primera impresión tan nefasta, cuando tanto me revolví contra mi maestro, habría sido del todo incapaz de imaginar el sufrimiento que iba a padecer, al preguntar por él y escuchar que se había marchado a otro país.

La vida debía continuar. Es fácil decir esto. Yo empecé por intentar seguir respirando. Mis funciones vitales debían mantenerme viva por orden de mis creencias, no porque en realidad me sintiera con ganas de continuar en un mundo sin él. Los días pasaron sobre mí con sus luces y sombras como sobre una cariátide, fría y rígida, mientras la algarabía estudiantil se agitaba alrededor en la cotidianeidad de exámenes, proyectos, salidas y escapadas a la cafetería.

No negaré que poco a poco recuperé la sonrisa, pues era muy joven y las ganas de reír son el crisol de la juventud; un vestigio del imbatible deseo infantil de mirar al futuro. El tiempo pasó y la semilla de mi maestro siguió creciendo en mi mente. Me acompañó y me hizo fuerte, incluso frente a su ausencia.

Al curso siguiente reapareció. Y volví a amarle, inevitablemente. Pero el mundo laboral y familiar -real, sensato- habían logrado hacer aguas en mi perspectiva de futuro. Finalmente, fui yo quien se arrojó a su turbulencia, buscando el olvido de un amor descabellado.

Desde entonces, sigo de lejos sus andanzas, como quien recuerda un sueño que mientras duerme le hace feliz y se esfuma al despertar. Construí la vida que se considera feliz, pero siempre sin descuidar el uso de la mirada crítica que él nos regaló: Vidya, esa clarividencia que obvia el falso tangible que nos ofrece la desinformación masiva actual, a la vez que nos permite percibir lo que no se puede ver a simple vista.

Su enseñanza me elevó cuando perdí mi trabajo, ése sobre el que se edifica un futuro. Me mantuvo fuerte en momentos penosos, y me regaló una inspiración cuando perdí la esperanza. Cuando creí morir, él me levantó con su ejemplo de resistencia.

No sé si volveré a encontrarle. Pero cada día, gracias a las redes sociales, me hace feliz constatar que sigue en el mundo; que su sueño no ha muerto; que sus movimientos siguen siendo livianos y alegres como los andares con que recorría los pasillos, mientras hacía girar en su mano un manojo de llaves al final de un pequeño cordel. Que todavía es el faro hacia el que viro cuando necesito recuperar el rumbo tras las sacudidas de una tempestad, guiada por su luz. 

Nunca olvidaré a mi maestro, mi alma bella, según Platón.

Patricia Vallecillo © Todos los derechos reservados 2021
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