PATRIA Y RELIGIÓN

03.03.2022

Por Patricia Vallecillo

Autora de: Las abejas de Malia: El maestro griego

Hace muchos años comenzamos a recibir inmigrantes en España. No nos engañemos: muchos lo hicimos con cierto temor. Éste no se basaba en los argumentos que de forma artera manejan ciertos colectivos nostálgicos del fascismo, para inducir al pueblo al miedo que lo hace manejable.

No; nuestro temor nacía, simplemente, del ancestral instinto de recelo hacia lo diferente, hasta que la curiosidad y la confianza vencieron al miedo. Sólo éramos presas de un vestigio de nuestro origen animal sumado a la ignorancia.

Por otro lado, los malditos prejuicios perpetuados en muchas familias entraban en juego (malditos prejuicios...)

De la racionalidad que debe imponerse al origen animal antes mencionado, dependía el someter las etiquetas a juicio: ponerlas en un plato de la balanza, y en el otro plato depositar la razón y la empatía.

Al peso de esta ética se unió otro que inclinó la balanza con una fuerza demoledora: El amor.

Si el amor se anticipa a los odios infundados, gana la batalla a la ignorancia con una victoria rotunda. Porque el amor nos da valor de sobra para entrar e indagar allá donde se atribuyeron leyendas atemorizantes.

Entonces, dejamos de ser los niños asustados que, acurrucados en el cómodo lecho de la ignorancia, nos cubríamos con nuestra bandera como te protegías, con la manta, del coco que viene y te comerá.

Y sucede: Ndembele, argelino y musulmán, te regala momentos de risas sinceras, inocentes y tiernas como no las gozábamos desde una infancia lejana; Fátima y Mohamed empiezan a venir con sus niños al parque, donde compartimos mil impresiones nacidas de una visión bondadosa de la vida por amor a la vida misma; un estonio, y otros tantos del este: ucranianos, rusos, letonios... olvidan sus prejuicios y rivalidades, en esta tierra de todos -que cada vez me parece más mi patria-, y se unen a esta modesta cumbre internacional que es un pequeño barrio del sur, lleno de niños.

Tardes de cháchara y más cháchara; razonamientos al ritmo del ir y venir de las bolsas de pipas y las merenderas de nuestros respectivos cachorros van, poco a poco, diluyendo los colores de nuestras banderas y mezclándolos en una nueva, que no aparece representada en ninguna cumbre internacional a nivel oficial. Y yo me "enamoro", amistosamente hablando, de una cubana que me parece llegada de una dimensión ultra-terrenal, heraldo de una calidad como persona que me supera. Y me encariño con esos acentos floridos, frescos, sabrosos, de otros hermanos latinos llegados de lugares variados del continente americano.

Unos musulmanes, otros católicos, otros ortodoxos, otros ateos, otros perdidos en el gnosticismo (como yo); todos compartiendo la religión más poderosa: los niños.

Los niños aún sin contaminar con doctrinas, todavía libres de capas ideológicas, de hábitos formales y convencionalismos; los niños, con cuya lógica pura y aplastante, como dijo Serrat: cargan con nuestros dioses y nuestro idioma... Los niños, benditos son, se convierten en el máximo objeto de nuestra adoración.

Porque los niños son lo más cercano al plano divino de los religiosos; al mundo de las ideas de Platón; al Logos de los estoicos; al Nirvana según el budismo. Porque conservan en sus ideas aún libres de malicia esa conexión directa con la esencia más generosa del ser humano. Porque, como dijo Rabindanath Tagore: portan el mensaje de que Dios aún no ha perdido la esperanza en el hombre.

Merecedores de la consideración que le daríamos al más exclusivo rango de, diríamos, cuerpo diplomático de la divinidad, son, sin embargo, tremendamente humildes en sus expectativas y deseos. No piden más que su hogar alimentado por el calor de sus padres; ver a sus amigos; tardes de juego en paz; ayuda con los deberes; pasear por la calle tranquilos, felizmente agarrados a cualquiera de las amorosas manos que los guían: -papá o mamá, un yayo...-; una cama en la que reposar arropados tras escuchar un cuento; un colegio donde disfrutar de la inconmensurable labor de los maestros: sus héroes favoritos.

Y, que no se nos olvide: chocolate en todas sus formas: brownie, galletas, en bebidas calientes o frescas... Su máximo lujo.

Si ni eso podemos garantizarle a todos los niños, ¡a todos!... Entonces el núcleo de nuestra condición humana se pudre. Escupimos veneno al cielo. Y con ello a nuestro futuro, a nuestra integridad y a nuestra ética. Lo inyectamos directamente en el lugar más puro de nuestros corazones.

¿De verdad no sabemos dónde están la patria y la religión que debemos proteger? 

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